'La mujer del aviador', el habla del lugar

'La mujer del aviador', el habla del lugar
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Un estudiante de Derecho que trabaja en correos, François (Philippe Marlaud) comienza a sospechar que su novia, Anne (Marie Riviére), mayor que él, está teniendo un idilio con otra persona. Cuando se descubre en lo cierto, empieza a espiarla a ella y a su amante, con la ayuda de una joven quinceañera a la que conoce (Anne-Laure Meury).

'La mujer del aviador' (La femme de l'aviateur, 1980) tiene al menos dos argumentos. El primero sería la historia de cuanto tiene el amor de relato, también el amor de los adúlteros, cuyas razones queremos siempre averiguar, especialmente cuando somos los engañados. El segundo sería cuanto tiene el amor de interrupción en nuestras vidas, capaz de cortar por la mitad todo cuanto creíamos saber sobre nosotros mismos.

No sé si fue por culpa de Arcadi Espada que empecé a preguntarme qué pensaría Carmen Martín Gaite de las películas de Eric Rohmer. La autora salmantina escribió Entre visillos, una novela en la que se odia, se ama, se aburre y se desdeña y todo esto sucede sin que sea muy evidente, es decir, sucede a través del habla, en el puro hecho de dialogar. Esta primera entrega de las comedias y proverbios del maestro, magníficamente fotografiada en París por Bernard Lutic, es un ejemplo del talento del maestro para las palabras cruzadas.

Hay en el cine reciente muy pocos escritores como Rohmer, es obvio. Pero tal pobreza no se debe a su inspirado estilo. Hay otros dialogantes inspirados, reconocibles. Pero pocos usan el diálogo como lo hace el francés. En el cine hablado de este maestro todo se dice y se desdice, todo se revuelve y todo atiende a giros inesperados. Y se hace a través del diálogo. Lejos de estos rudimentarios tiempos en los que parece que los diálogos deban ser vehículos de información o caracterización de personajes, en Rohmer son las conversaciones las que desvinculan al espectador de simples trucos y caracterizaciones drámaticas y las que lo invitan, lo incorporan a una tertulia en la que con su oído formidable parece haber colado la vida delante de la pantalla.

Esta es una historia parisina, y una de frustraciones elevadas. Uno no necesita saber quienes son sus personajes, porque la acción transcurre en apenas un día y medio. El muchachito protagonista quiere a la mujer mayor pero no hay simpatías por parte de su realizador, así como tampoco se redunda en la antipatía.

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Dejando a sus personajes navegar libremente, como buen católico, una formidable solución narrativa y también una interesante opción filosófica, queda al juicio del espectador decidir si la mujer que rechaza al jovencito es caprichosa o no, si el jovencito es apenas un impulsivo que ignora los sutiles flirteos de su cómplice quinceañera o si al final lo que nos queda por descubrir de la atracción es que al basarse en instantes no tiene porque imponerse a los planes ya trazados en el tiempo.

Las ironías eróticas de Rohmer son tan feroces como escasa es la crueldad que tiene con el alma de aquellos que las sufren. Porque tras su ironía, hay un moralista. En el amor, llevados por el capricho, somos parcialmente tontería y reconociblemente humanos; existe una esperanza, a veces útil y otras veces impostada, de que el amor transforme algunas cosas a nuestro alrededor, un movimiento sísmico del que esperamos el resultado y sucumbimos a su tambaleo. Eso sucede al protagonista en la urbe europea, persiguiendo a una mujer para dar cuenta después de que ya había encontrado a la que buscaba, que no era la misma sino otra. Después de todo, como oímos cantar a Arielle Dombalse, París me ha seducido, París me ha traicionado.

En un momento sofocante en el que no hablamos, sino que superponemos nuestros pensamientos, los emitimos, escribimos continuamente, no damos tregua a los demás y vamos llenando nuestra vida de discursos, Rohmer nos invita a escucharlo a él y a sus personajes, y a ver cómo sus personajes se entienden o se ignoran, luchan a veces con ferocidad y otras con ternura por ser escuchados y ser comprendidos y nos demuestran que en el arte de conversar, no hay derrota ni tampoco victoria evidente, acaso quede el silencio, orgasmo final y callado de un momento en el que dos personas supieron hacerse verbo a través de su carne.

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