Naruto es cada vez que te quedabas el último cuando escogían los equipos de fútbol, no tener a nadie que te empuje en el columpio del parque, pasarte la hora del patio sentado en una esquina, mirando el reloj. Sentirse fuera del círculo, que tu mejor amigo sea un amigo invisible, ir directo de la escuela a casa para encerrarte solo en tu habitación. Y allí, con tus juguetes favoritos, el bocadillo de Nocilla y los dibujos en la televisión, ser un poquito más feliz.
En la soledad de tu cuarto, jugando encima de la cama, grandes héroes y villanos nacen y mueren en tu imaginación. Y de pronto eres un superhéroe a punto de salvar el mundo, o un gran guerrero capaz de derrotar ejércitos enteros. Los mundos se construyen con asombrosa facilidad en tus manos. Existen los monstruos debajo de la cama pero crees en los objetos mágicos y sabes cabalgar un caballo de cartón. Quizás nunca dejamos, cuando vemos nuestras series favoritas, de creer que nuestra vida podría ser diferente.
Pero Naruto también es fe y fuerza. En sus ojos existe la determinación de querer hacer esos sueños realidad. Para él se trata de llegar a ser Hokage. Para ti, y para mí, quizás sea otra cosa, pero en el fondo es el mismo sueño infantil de la victoria. Ese cuento imaginario en el que somos los campeones, en el que nada ni nadie nos puede vencer, en el que el mundo reconoce nuestros méritos. Creado en el patio del colegio, pervive en nuestro corazón.
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